02 octubre, 2008

Buen viaje, Ana peregrina

Imagen de Asun Balzola en la exposición "Animales en su tinta"

Descubro en Cuba literaria, portal de literatura cubana un entrañable y emotivo artículo de Enrique Pérez Díaz sobre Ana Pelegrín que por su intensidad e interés transcribo en su totalidad:
Buen viaje, Ana peregrina
Enrique Pérez Díaz

Los dedos se niegan a copiar en el teclado las palabras que acuden a mi mente, sobre todo porque mis emociones son disímiles y encontradas. Quiero dedicar hoy esta sección a una persona insustituible, necesaria, imprescindible como pocas, que se acaba de ir lejos, bien lejos, muy lejos, tan lejos como algunos de nosotros nunca podremos alcanzarla, quizás en el último peregrinaje que alguna vez a todos nos toca emprender.
El correo de un entrañable amigo madrileño y la noticia del diario El País, confirman el fallecimiento de Ana Pelegrín (San Salvador de Jujuy, Argentina, 1940-Madrid 2008).
Investigadora y ensayista, residía en el viejo Madrid desde los años 60 a donde se fue huyendo de la tensa situación política de su país y para dejar que sus ilusiones y anhelos de libertad tomaran cauce en una ciudad que desde el primer momento la acogió como a una hija que nunca debió faltarle. Reconocida internacionalmente por su especial atención a la literatura de tradición oral, la literatura infantil y las técnicas de creatividad, realizó sus estudios de Letras primero en Córdoba (Argentina), y más tarde hizo un doctorado en la Universidad Complutense de Madrid con una tesis sobre "la poética de la tradición oral".
Ana Pelegrín era una ciudadana del mundo. El mundo, al decir de Ciro Alegría, es ancho y ajeno para muchos, sin embargo, otros seres humanos, como Ana, son capaces de descubrir esa extraña dimensión que nos permite viajar a cualquier época o geografía gracias a la magia de las palabras. Ana fue una eterna viajera, una indomable peregrina siempre en pos de la tradición oral y la lírica que gustosa compartía con amigos, lectores, alumnos, talleristas, colegas, no solo en sus libros de muy rara belleza y exquisita sapiencia, sino en sus palabras y acciones en pro de la lectura y la divulgación del conocimiento.
Tuve el privilegio de conocerla en ocasión de un encuentro Iberoamericano de literatura para niños y jóvenes organizado en 1997 por el Comité Cubano del IBBY. Ana arribaba llena de maletas de libros al CENCREM, ideal espacio para un evento semejante y al momento una química peculiar hizo presa de nosotros. Le acompañaba su hermana Graciela, como ella, otro ser de cuento de hadas que habita cerca de un castillo en Batres y en mis funciones de “portero que da la bienvenida” enseguida me quedé consternado por la arrolladora presencia de aquella increíble mujer alocada y sagitariana que decía venir de Madrid; hablaba como una argentina, tenía el rubicundo aire de una nórdica y, eufórica, anunciaba traer una ponencia sobre la cultura sefardí. Así era Ana, una peregrina del mundo, una impenitente viajera de, por y para las palabras, un ser de otra galaxia venido a esta para hacerla mejor y más comprensible para todos.
Su alegría, solidaridad, comprensión y entusiasmo en aquel encuentro de literatura, le granjearon amigos de todas las latitudes. Pero especialmente entre los cubanos Ana dejó una profunda huella, un entrañable cariño. Ana siempre tenía una palabra de su amplio saber para todos y cada uno de nosotros. También un regalo. De sus mágicas e infinitas bolsas eternamente aparecía algo para alguien. Luego, cuando un año después tuve la suerte de pasar unos días en su ático de la calle Linneo, cerca del río Manzanares en Madrid -mi mejor refugio y el de muchos amigos latinoamericanos en nuestras idas y venidas por Europa-, Ana me contó que era feliz haciendo regalos, los más inverosímiles e inhallables presentes, desde un cofre lleno de esencias misteriosas, corbatas de matices prodigiosos e inciensos de los aromas más increíbles hasta el libro más buscado por cualquier acucioso coleccionista que solo ella, únicamente ella, nadie más que ella, era capaz de encontrar, tal vez en una feria del libro de ocasión en las carpas del Paseo de Recoletos. Ana, luego de cada ardua jornada de trabajo en el instituto de deportistas donde daba clases, se dedicaba a viajar por las estrechas calles del antiguo Madrid y no había tienda, puesto de venta, mercadillo o librería que guardara secretos para ella. Su memoria prodigiosa le permitía decirte a qué estante de qué librería podías acudir si deseabas adquirir una rara edición casi imposible de encontrar. De esos sitios tomaba sus tesoros que siempre guardaba para el momento solemne de entregarlos a sus amigos. Poco tiempo duraban las maravillas en sus manos. Ana tenía amigos en todas partes. Se la veía viajar el año entero desde el norte al sur de España, de este a oeste, o regresar a la tierra de sus ancestros, donde no pocos afectos le quedaban.
En Ana todo era tan maravilloso como ese libro que hoy se considera de culto y que nació de su inventiva y creatividad: La flor de la maravilla. Ana era la caudilla de las empresas más arriesgadas e imposibles. Desde organizar un catálogo sobre la literatura en el exilio, hasta otro referido a la presencia de autores americanos en las editoriales españolas.
Siempre nos arrastraba a todos a cada nueva aventura personal que decidiera iniciar en pos de algún inusitado objeto de investigación sobre la cultura americana o ibérica. Era un ser de potencia arrolladora y contagiosa, organizador de improvisadas charlas con sus tes de esencias aromáticas cosechadas en sabe Dios qué hemisferios o con exquisitos hojaldres que algún misterioso artífice de la panadería debía cocer solo para ella. Escucharla era conocer su tierna voz, la cadencia de su palabra, la modestia e integridad de su ejercicio al darnos una clase magistral en apenas una conversación y quedarse tan tranquila como si solo se hubiera tratado de la charla más trivial.
Entre su bibliografía, quiero recordar títulos imprescindibles para cualquier estudioso o neófito como La aventura de oír (1982, reeditado en 2004), Cada cual atienda su juego (1984, reeditado en 2008), La flor de la maravilla (1996), Poesía española para niños (1969)...
Revisando Internet, constato la conmoción que su fallecimiento ha dejado en tantos conocidos, colegas y amigos cercanos o afectos de esos que ella nunca conoció y que la amaban por sus libros y su prédica oportuna. Todos hablan de que Ana siempre vivirá en sus libros, esos que nunca descansan en las bibliotecas, que de mano en mano van y vienen para despertar en muchas personas, chicos y grandes, o en «grandes que nunca renuncian a guardar algo de chicos», esa rara flor del saber.
En un blog que ha abierto su entrañable amigo, el también escritor Pedro Villar, descubro estas palabras que desde Colombia envía Paloma Herida y que por su belleza me tomo la libertad de citar: «En nuestra Amazonia los viejos sabios indígenas nos enseñan que morimos tres veces, una cuando el cuerpo se ausenta, otra cuando el alma parte y la última cuando ya no somos recordados. Ana seguirá viviendo y acompañándonos a través de su obra que tanta luz nos brinda».
Aunque ya no se la vea caminando por la estación del Norte de Príncipe Pio, aunque las palomas del Manzanares extrañen las migajas de pan que Ana solía obsequiarles, aunque los más impensados tenderetes de cuento ya no tengan a su mejor compradora, el Alma de Ana siempre peregrinará con su luz entre nosotros, quizás para alentarnos en una nueva investigación, ayudarnos a localizar un libro, despejarnos alguna duda o incitarnos al reivindicador ejercicio de la palabra.
Tal vez entonces la escuchemos narrar con su voz queda y calma la evocación de cuando nació en ella el amor por la palabra: «Recuerdo noches en que abuelos, tíos, vecinos, niños, jóvenes, viejos, poblaron mi imaginación y mi memoria de cuentos, casos, leyendas, aparecidos, sentencias, consejos, canciones, oraciones... En el tumulto de voces, colores, emociones, recuerdo la intensidad cuando la abuela, Mamitay, comenzaba el relato. Antes de la palabra, sentados en pequeñas sillas de paja, apretados unos contra otros, había una larga pausa. Una sensación de entrega, de calor, crecía en nosotros. Ella nos miraba a todos, uno a uno le pertenecíamos, y luego aspiraba profundamente, tomaba aliento, se llenaba de hálitos, su voz se transformaba, todas las voces en su voz, alzándose o susurrando en la noche cálida del Trópico se detenía en una pausa en la que podíamos escuchar el largo lamento del cacuy, de esa historia escalofriante de la niña convertida en pájaro. Llenaba la palabra de mundos de calofríos y palpitante temor, encontraba maravillosas llaves, ayudantes que devolvían el amor y la esperanza, o imágenes simples: zapaticos de cristal perdidos, centelleando en la escalera de un palacio nunca visto, en ese pueblo colonial de la América hispana poblada de duendes, trasgos y ciudades perdidas, ciudades restallantes de El Dorado». (Ana Pelegrín, La aventura de oír, 1982, 2004).
¡Solo nos queda desearte un buen viaje, querida Ana, niña eterna y alada, peregrina de tantas páginas, impenitente viajera descubridora de antiguas palabras que, en tu voz, por siempre nos parecerán nuevas…!

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